Ciudadanías y culturas de resistencia. (Una reflexión retrospectiva)

Un contexto rápido: La cultura no es una acción puntual sino una racionalización que se alimenta y se reproduce desde y en situaciones entrelazadas; un sistema complejo que nada entre la incertidumbre y los entusiasmos, que concilia la funcionalidad con la razón crítica; y también con el conocimiento, con el hábito, con la ética y, por supuesto, con el gozo y la felicidad. Y con los territorios, y con las resistencias, y con los urbanismos, y con las diversidades…Todo esto, trufado por la política y la economía, otorgan a la cultura una dimensión multiforme que parece desconocerse cuando no desestimarse. La cultura es pues un estado que incluye el bienestar físico, emocional, intelectual y social; que construye a una persona y a una sociedad completas y complejas. Posiblemente metacultura.

Añado algo que nos dejó Tolstói: “Sólo los resultados de la cultura son definitivos. Todo lo que por ella y para ella se fabrica en talleres y fábricas, y se vende en los almacenes y en los pasajes comerciales, se fabricará y venderá eternamente para satisfacer las necesidades que creó la cultura” Es interesante apreciar el fondo de esta cita.

Y, permítanme, por favor, citar  también a Victoria Camps en su “Elogio de la duda”: “Pero las doctrinas y las profesiones de fe, las fórmulas y las recetas que ofrecen soluciones son atractivas porque dan seguridad a quien se adhiere a ellas. Evitan tener que pensar”. En otro lugar añade: “La duda inquieta y es aguafiestas”

Pero, parafraseando a Kolher, la cultura nos parece algo regalado. “Dejamos de percibir el mundo en sí para percibir noticias sobre él» . Ya no es tan importante la cultura como tal sino las noticias sobre ella. No hace falta conocer la cultura en su esencia sino lo que se dice de ella, lo que de ella es primicia o sirve para serlo. La cultura se confunde con parte de sus representaciones, con las que interesan en el momento. Y así llegamos a la simpleza de, usemos esa metáfora estupenda, confundir el reloj con el tiempo. 

La reflexión que sigue se refiere a las políticas públicas locales de cultura. Ese ha sido mi campo. A pesar de la situación en la que nos encontramos, en algunos lugares y momentos hay y ha habido vida, por supuesto, no todo es absoluto.  En todo caso es difícil, por no decir imposible, que esto y lo que tantas y tantos reflexionan y publican, llegue a quien tiene que llegar, se interesen y, no digamos, lo lean y deseen, al menos, contrastar. Las políticas públicas locales de cultura están en manos de quien están.

Vamos.

# 1 // Puede que sin un mínimo acercamiento a lo anterior, sobre todo en el espacio público, las pretendidas políticas de cultura se reduzcan al acontecimiento, al utilitarismo de partido y a los brillos del emprendimiento, tres líneas que parecen ser las únicas que le dan valor y sentido. Todo debe remitir a los objetos como relato y a los hechos registrables desde tres variables de medida: la exaltación del espectáculo (muy ostentoso), la pasión por el producto (muy abundante), y el fervor por la propaganda (muy efectista). Ayer mismo alguien dijo por aquí, una visita ilustre, que la cultura, si no da dinero, no es cultura. No puede afirmarse nada más horrible y más triste. Las responsables de las políticas culturales de la ciudad asentían; lamentable. Así estamos. La coartada para la cultura parece haberse anclado en el argumento del desarrollo (¿cuál?) y en el de la riqueza que genera (¿para quién?); su sentido se reduce, desde estos juicios, al mundo de la eventualidad, al de la promoción de las ciudades, al del empleo que crea, y a esa lógica del reparto y la acumulación (también hay acumulación en la “egonomía”) que arrincona valores y significaciones. De sobra está comprobado cuál es el resultado. El desconocimiento se supera, el rechazo ya es más difícil. Quien carece de fundamentos se queda en el resplandor. El resplandor es el órgano atrofiado de la cultura.Y ese resplandor es fácil de medir y de intercambiar.  Pasar a tener consideración por lo pequeño, lo sencillo, en contra de lo que pueda parecer y que señalan las tendencias, supone un salto mental enorme, un salto en la sensibilidad, en la forma de concebirlo todo desde una posición de inteligencia. La cultura molecular es la cultura de lo constante, de lo que ocurre de forma continua, de lo mínimo y lo sencillo. La que no necesita la temporalidad de lo grande ni brillos. En realidad, la que mantiene de verdad todo el sistema. En otras ocasiones he hablado de las culturas tímidas como metáfora.

# 2 // Puede que no sea difícil llegar a la conclusión de que el deterioro actual de la cultura no descansa únicamente sobre su falta de financiación o su consumo, sino sobre todas esas “utilidades” que condicionan sus procesos. No quiero decir con esto que la cultura esté suficientemente financiada, al contrario, sino que requiere de una interpretación más completa, amplia y diversa, y desde estructuras mentales que vayan más allá del llamado sector. ¿Cuándo abandonamos eso que llamábamos “tejido cultural”? Nos ceñimos a una cultura imaginada, mayormente, en y desde los espacios institucionales, por una parte y, por otra, desde su mercado. Al bucear por estas aguas se producen corrientes extrañas. Punto uno: Una amplia cantidad de no profesionales se ven impedidos para desarrollar sus iniciativas sencillamente porque no pueden formar parte (o no quieren, que también los hay) de esta estructura normativizada y normalizada. Punto dos: La denominada gestión cultural fomenta así situaciones perversas a fuerza de establecer controles sobre la producción y distribución según estándares de consumo político-burocráticos. Punto tres: depender del mercado, de las subvenciones y de los repartos la convierte en un bazar más y la vacía. Alcanzar un pensamiento sistémico que pueda enfrentarse a reformas estructurales (y mentales) puede que ofrezca mejores resultados que las socorridas campañas de financiación temporal de la precariedad. «En los cadáveres sólo hay anatomía» . Es una bonita metáfora para acercarnos a lo que ocurre con la cultura local. «…la circulación [de la sangre] hay que verla en individuos vivos porque en los cadáveres no hay circulación». Pocas cosas más certeras para fijarnos en lo que ocurre. La estructura está muerta y el problema de la cultura va más allá, es un asunto del conjunto de la sociedad (el cuerpo vivo) y es necesario preguntarnos y averiguar cómo hemos llegado hasta aquí. Todo esto que nos está sucediendo no tiene únicamente repercusiones económicas en el llamado sector sino que influye en muchos condicionantes para que la ciudadanía acceda y permita que los efectos vayan más allá del número de asistentes, de la cantidad de butacas, de los aforos… Las condiciones de vida influyen directamente en la cultura, en la salud cultural de la población y en la fuerza de su «industria». Puede que no hayamos procurado nuevos usos sociales de la cultura y que haya caído en una dinámica similar a la de esa civilización que hemos querido construir: una civilización útil, productiva, rentable. 

# 3 // Puede que a la cultura la hayamos traído nosotras y nosotros hasta donde está, no nos olvidemos, no hagamos como si todo hubiese venido de la nada, de “los otros”. Y cuando ese problema parte del interior es difícil identificarlo. Guiada desde la racionalidad gestora, desde la contabilidad, desde la calculadora, desde el inevitable modelo productivo, desde la marca, desde ciertos indicadores…  En la cultura se han hecho demasiadas concesiones. Concesiones que han marcado la ruta. El germen está dentro y hemos generado problemas orgánicos que ahora pesan. Sólo hace falta saber si se saldrá de esto, si se sabrá neutralizar la obsesión desarrollista y recuperar su sentido social: La cultura básica, la cultura molecular. Avanzamos, ni soy optimista ni lo quiero ser, hacia un modelo socioeconómico, hacia unas condiciones de la población muy graves que van a provocar una evidente desigualdad. En ese escenario no podemos mantener de ningún modo un modelo de cultura de oferta (¿Cuántas empresas culturales caben en este modelo de competencia capitalista?) Ni por supuesto de consumo (¿Quién va a tener posibilidades de compra?) Ni siquiera de acceso (¿Qué necesidad siente la ciudadanía sobre la cultura?). Hace tiempo que vengo diciendo que los campos de batalla de la cultura no están en los teatros ni en las librerías, que, por desgracia, están en los medios, en los bancos… si me apuran, hasta en las grandes constructoras. Hemos empujado a las políticas locales de cultura a la simplicidad y linealidad de producto. La complejidad del sistema la hemos reducido, si acaso, a una oferta variada que poco refleja la realidad de una sociedad como la que tenemos. Todo está pensado para administrar ciertos contenidos. Las políticas locales de cultura se mueven en narrativas incompletas; la dejan a merced, demasiadas veces, de ocurrencias, filias y fobias de la autoridad de turno. Resultado: una especie de “intrusismo alterno” (la cultura es un complemento glamuroso que sienta bien a los trajes de la política) que pone fomenta la “gestión de la ocurrencia”. La cultura como referencia social puede convertirse en una caja de resonancia de lo que ocurre en la esencia de la ciudadanía y con ello, en un radar, una referencia para políticas públicas locales más allá de las meras culturales. 

 # 4 // Puede que así nos encontremos con otras precariedades, no solo la precariedad del sector (que no es poca) sino la que surge en el mismo núcleo de la cultura, en su esencia, en su fundamento: identidad, resistencia, comunidad, inclusión, espacio público, redes, territorio, cuidados, creatividad, prácticas sociales, visibilidad, experiencias cotidianas… Aunque, a decir verdad, también nos podemos preguntar si se considera que la cultura es un proyecto, y más allá, si es un proyecto político; parece que no. Lo cierto es que los espacios para la cultura más allá de los que responden a una interpretación de mercadotecnia, son considerados como un quebradero de cabeza, como algo con cierta peligrosidad. Nada nuevo por cierto: se bloquean los espacios que interpelan. La cultura sin mercancía (la cultura molecular) es vista con sospecha como poco. Jordi Costa en su “Cómo acabar con la contracultura” y en el capítulo “Una vez al año, ser hippy no hace daño” hace un estupendo repaso a lo que sucedió con ese movimiento. Es fantástico, léanlo y hagan ustedes una comparación con las culturas comunitarias en la actualidad (cultura de base la llamábamos entonces), seguro que les sonará. Nada ha cambiado en ciertas mentes, en ciertas formas que, para desgracia, vuelven (quizá es que nunca se fueron). ¿Podrían crearse para la cultura zonas temporalmente autónomas? La sumisión ha provocado la atrofia de muchas de las capacidades ciudadanas y personales para desarrollar procesos abiertos y propios. Se trata de simplificar la cultura “por nuestro bien”. Para que podamos acercarnos a ella sin problemas ni sobresaltos. Y también por el bien de quien vive de ella (eso dicen), para que tengan la seguridad de que van a vender lo producido. Si entre todo esto hay, en algún caso, un mínimo interés de revisión, no es para imaginar nuevos futuros sino para replicar un más de lo mismo. El lenguaje con el que se decora la cultura no es sino una degradación de esas políticas intrusas que enmascaran esa necesidad de emancipación. Es más, todo el entramado creativo y crítico de la cultura se ha utilizado estupendamente desde la empresa para reforzar y “dignificar” la precariedad, provisionalidad y riesgo que el capitalismo requiere en este momento; la cultura ha conseguido blanquearlo. Si su idea de educación es la de «preparar para lo que demanda la empresa», en cultura la idea no va más allá de ese circuito. Todo lo que ha sucedido en este tiempo debería de haber servido para reformular la cultura desde una visión de raíz, radical, y sobre todo experimental y fuera de esas limitaciones que la cercan. Pero una de las especialidades de estas políticas intrusas es la capacidad de convertir los discursos en lugares comunes, en reproducir conceptos y vaciarlos. Discursos que ni siquiera se adornan con ideas propias y que se limitan a lo que han oído. Cuando se intenta ir más allá, cuando se reclama alguna profundización, alguna propuesta concreta la huida hacia adelante es la respuesta. No puede ser de otro modo cuando, en realidad, no hay nada de fondo. Respuestas que van adornadas con las consabidas maravillas que la cultura trae a nuestra economía. Nada de reflexionar sobre la complejidad ni de imaginar otros caminos. Las políticas intrusas no admiten lo que no pertenece a su modelo feudal. Lamentable es que haya mínima respuesta por parte de ese llamado sector y nulo por parte de la ciudadanía. Y grave es que tras esas políticas de arrastre, después de arrasar, la recuperación es difícil, muy difícil. La costumbre a los atropellos y al desprecio.

>>> Éste es el comienzo del texto. Si deseas leerlo completo, puedes descargarlo >>> aquí

maquinarias de gestión. o el espectáculo de las ofertas.

La gestión y la programación (no me quedaré únicamente en el ámbito tradicional de la cultura) suponen una verdadera maquinaria de generar «realidad». Podríamos considerarlas como un auténtico sistema de producción (a través de la llamada gestión) que confeccionan estupendos catálogos (lo que se considera programación) en un entorno de consumo (lo que se dice que es participación). Algo con sus normas de mercado y con sus exigencias de rentabilidad y posicionamiento. También por ello de abuso de mano de obra (muy sibilina en algunos casos y siempre sustentada sobre el precariado y las necesidades) y de plusvalías (como se verá no siempre económicas pero evidentemente simbólicas). Que muchos de estos espacios, de estos modelos y de los productos que generan se consideren «revolucionarios» da buena cuenta de hasta dónde han caído nuestras exigencias de rebelión. Otra de sus secuelas es que nos lanzan a una normalización de la cultura neoliberal: la distribución de estos productos, de su puesta en valor en un mercado de evidente competitividad y de la lucha de sus «ejecutivos» por alcanzar el siguiente nivel en el ranking de ‘gestores innovadores». En todo caso un acto de sumisión al sistema con algunos simulacros de progresía, algo que siempre viene bien para pasar algunos filtros. Una adaptación total al discurso de la modernidad dominante y muy poco de razonamiento propio.

Por ello, cuando los «técnicos/gestores» se convierten en »ejecutivos» el principio que instaba a las administraciones públicas a adoptar los modelos de de la empresa privada está cumplido. Esto es así y va a seguir siendo mientras las plataformas para consolidar el andamiaje sigan en manos de quienes han abrazado con tanta fuerza el dogma. Por parafrasear a Wolfgang Streek podemos decir que la administración pública está metida dentro del mercado y responde a sus modelos e intereses. Ya no se trata de redistribución y de acceso sino de alcanzar determinados objetivos de rentabilidad y de la obsesión por aportar un buen catálogo. Crecimiento y acumulación son las referencias y sólo pueden conseguirse a través de la presión interna y la anulación de los límites, ambos sustentados sobre la motivación, la inspiración, la superación, la implicación, la autoestima… y todos esos discursos de coaching empresarial, una mezcla de autoayuda cretina y neoliberalismo cafre. No sé si pensar que estamos regresando a esa exaltación franquista de los tecnócratas, el gestor elevado a una categoría indiscutible de experto y legitimado para los procesos de ingeniería social (hoy innovación).. La autoridad cultural.

Lo que viene a continuación son algunas notas para reflexionar sobre esa cultura que vive en una especie de burbuja maravillosa donde la innovación y todos sus complementos nos catapultarán hacia un mundo feliz: las nuevas mutaciones. Unas notas tomadas para construir un texto más amplio y documentado que seguro no podré de momento materializar. Prefiero pues ofrecerlas así para que no se pierdan. Voy a referirme sin orden a tres ámbitos: los modelos (cómo se gestiona y cuáles son sus fundamentos), los productos (qué se produce y cómo se distribuye), los conductores (quién maneja los hilos). También una cuarta referencia: los expertos que desde diferentes púlpitos multiplican y consolidan los modelos (en algunos casos coinciden con los conductores). Veamos.

  • Más allá de las cuestiones puras de la gestión/producción, sería bueno reflexionar también sobre la realidad de un contenido dirigido a una ciudadanía en cierto modo privilegiada. Una oferta que es de clase y excluyente donde poco tienen que hacer quienes no pertenecen a ese grupo diferenciado por su formación, por su nivel académico, por su poder adquisitivo (propio o porque cuentan con un entorno familiar propicio), por su posición. Todo a pesar de una programación que pretende romper formas y modelos, que se dice disruptiva… pero que muchas veces ofrece nombres nuevos a viejos delirios, que cambia formas pero no fondos. En todo caso una oferta muy del gusto de todo ese mercado que reclama continuas novedades (de lo moderno) y movimiento perpetuo (de lo urgente) . Todo muy homogéneo al final. ¿Encuentran ustedes mucha diferencia entre los catálogos de las diferentes ciudades? La cultura de lo políticamente correcto ha transcendido y ha alcanzado lo programáticamente correcto. Una variante de este modelo es la gestión selfie. Esa que se asemeja al «aquí sufriendo» (pie de estas inevitables fotos en playas paradisíacas), y llega al » aquí, gestionando». La intención en la misma.
  • Los modelos de gestión, estas maquinarias de producción, se consolidan como un mecanismo más del gestor para reforzar también su identidad (el selfie). El gestor usa «su producto» como una forma de distinción, como un modo de posicionamiento. La gestión se convierte en una herramienta simbólica que forma parte de ese juego por estar entre los más auténticos, lo más modernos, los más avanzados, los más innovadores… Desgraciadamente no dejan de ser una simple y eficaz cadena de transmisión de las últimas tendencias, de lo que se lleva… Y, por supuesto, un extraordinario mecanismo para acumular capital simbólico: autoridad, prestigio, reputación… Por supuesto todos estos ‘novedosos» sistemas de gestión se desarrollan desde el paradigma de la economía capitalista y la lógica de mercado con lo que se encuentran sumidos en un alto nivel de competitividad. Un estupendo ejemplo también de empresarización de todos los órdenes de la vida.
  • La «gestión/producto» convierte al gestor en un comercial de tendencias que genera un bucle infinito en el que también se propicia el consumo interminable. Todo se convierte en un supermercado de ideas transformables y adaptadas a una clientela fidelizada. Un entramado de transacciones que vienen determinadas por la competición para ocupar la cima. Nada es suficiente para aumentar ese catálogo perfecto, un auténtico modelo de acumulación capitalista que viene reforzado por descartar todo aquello que no tiene cabida la el ideario neoliberal de la individualización, la homogeneización y el consumo.
  • El productivismo y la rentabilidad son las dos ambiciones de estos modelos, de esta gestión mecanizada. Y para ello tiene que visibilizarse y monetizarse. Si no se ve, si no se publicita, si no se enseña, si no sale en los papeles es como si no se hiciera. No sirve la utopía de lo sencillo, de lo que no cotiza en bolsa. Es necesario construir la realidad desde las imágenes, desde las representaciones. Es más rentable el «como si» que el hecho. Para eso están hoy las redes y las tecnologías.
  • La redistribución de la riqueza hacia los ricos, uno de los fundamentos de la ideología neoliberal, tiene en estos modelos su imagen. Las maquinarias de gestión bien conducidas distribuye su catálogo entre quienes cumplen unos determinados requisitos de privilegio (quién puede participar o acudir a esas estupendas ofertas muchas de ellas en formato laboratorio) Es una buena manera de homogeneizar y perpetuar una cierta dependencia del saber, la normalización desde arriba. El espejismo y la falacia de una distribución igualitaria a través de estos programas (muy innovadores y revolucionarios todos ellos) contribuye a consolidar clases y procesos muy conservadores al final. Mantener un espacio de privilegio bajo la apariencia de innovación social sin socavar de verdad la autoridad, las jerarquías, las dependencias…
  • Hoy también funciona muy bien convertirte o que te conviertan en mentor. Los intelectuales han sido sustituidos por estos «técnicos» pero no se sabe muy bien quién les concede esa autoridad. O sí: Sólo después de haber pasado por una criba entre iguales es posible convertirse en pope. Son bien necesarios para esa complicidad estructural.
  • El grave peligro es que todo viene envuelto en un bonito papel de modernidad que desde los noventa no ha parado de evolucionar. Abrazar los mercados y dignificar a partir de la economía disolvió todo resquicio de comunitarismo. A partir de entonces esas alas dadas han permitido que los discursos neoliberales se normalicen y desactiven lo no apto para el mercado. Ahora asistimos a la «estética de lo social» a partir de ciertos discursos de innovación. No se lo crean. O no se crean todos y, por favor, indaguen un poco qué hay detrás o debajo. La innovación folclore. Tal y como existió una cultura de la transición (CT) que trabajó para que poco cambiase, el modelo se reproduce hoy y se multiplica un modelo que trabaja la estética, que adapta ciertos discursos, que se arrima a alguno de ellos para componer otra forma de transición que tampoco rompa ni moleste. Habitualmente son los herederos ideológicos de la CT pero adaptados al momento.
  • Hackear se ha convertido en el verbo fetiche. Me mosquea. Las maquinarias de gestión son hackeadas, dicen, deben cambiarse desde dentro. De acuerdo en lo general. Luego hay que ir viendo lo particular y sus realidades. Habitualmente consiste en aplicar esos modelos tan estupendos de la empresa privada guay, esos modelos que te motivan, te implican, esos que aplican el engagement y las mil bondades (siempre en inglés) que recomiendan los expertos y coach varios. En resumen, los modelos de una economía capitalista bien adornada. Y por supuesto cambiar burocracias analógicas por otras digitales. Dónde va a parar. En definitiva obligar a pasar por el aro pero esta vez con tecnología y redes y enlaces y amistades y… Nada nuevo, lo mismo pero adaptado. Pero eso también vende mucho y genera buenos dividendos simbólicos. El rey desnudo. Porque nada cambia y la mayoría de las ocasiones todo se sigue haciendo desde esa superioridad de «ser generosos». No hay alteración sino simulacros mejor conseguidos. Sigue la autoridad, una autoridad muy enrollada, eso sí.
  • Y en estos foros se habla de grietas por las que entra la luz y se puede hacer fuerza para desintegrar el muro. Pero habitualmente esas grietas ya han sido ocupadas por un «neoliberalismo progresista» muy hábil para armar discursos y provocar espejismos. Lo peor es que esta retórica se está asentando, ocupa todo el espacio y pone freno a cambios completos. La innovación social se está llenando de estos discursos, de estos modelos, de estos entretenimientos.
  • La lógica de mercado funciona de forma muy extendida y sólida en la gestión pública. También en la local. La lógica del rendimiento y del rédito económico se traducen directamente en el rendimiento político (hay técnicos verdaderamente implicados en entornos de partido) y en el rédito simbólico (una estupenda forma de hacer carrera fuera). Teoría capitalista al cien por cien que muchas veces se traduce en una verdadera sobreprogramación. Para ello es necesario, cómo no, construir con valor dogmático, que no se ponga en cuestión la necesidad. Y por supuesto una desaforada competitividad. ¿Observan la contradicción? Programas que pregonan el compromiso, la innovación social, la colaboración, la modernización de los asuntos públicos… No se trata sino de actualizar los discursos del capitalismo y adaptarlos a un nuevo orden. O como dice Iñaki Domínguez en su Sociología del moderneo «… el pastiche se ha convertido en la única manera de innovar»
  • Existen unas constelaciones en el mundo de la gestión local de las que no puedes prescindir si quieres estar en la pomada. Se trata de ajustarse al procedimiento vigente, a unas líneas marcadas que se pretenden innovadoras. Muy poco discurso propio. Mucho ajuste. Y sobre todo, mucha transgresión dentro del marco de lo tolerado. En todo caso estas constelaciones te garantizan superpoderes. Son productos mágicos que ennoblecen a quien los cita (y a quien los incluye en su catálogo). La programación convertida en un bazar con las nuevas tendencias. Y quizá, aunque parezca paradójico, la gestión y la programación convertida en un objeto de consumo. El manejo de estas constelaciones convierte al gestor en un consejero con aptitudes superiores que le conceden el poder para conocer lo que el resto necesita. En general se gestiona como se consume, desde los mismos criterios.
  • Los lugares masificados pueden ser un estupendo símil para entender estos espacios de pensamiento. Al estar abarrotados no te puedes mover libremente. Esto a determinadas personas les da una gran seguridad. Una aglomeración que les permite sentirse integrados. El espacio abierto del pensamiento suele ser hostil para ellos. Los espacios de gestión también tienden a masificarse y a ofrecer esa seguridad. En este caso la gestión se limita al consumo y distribución de determinados «bienes de programación» homologados y certificados. Sin riesgo. El prestigio se duplica: por un lado para quien lo programa, por el oro para quien lo consume. Una individualidad que se ajusta a los patrones.
  • Estar en el mercado de la gestión consiste en circular según esos patrones. La imagen social de una institución moderna se obtiene desde esa adaptación. Importar tendencias es lo que te mantiene en ese nivel si no eres capaz de ofrecer nada singular o propio. En este caso tanto la institución (o el servicio, o el área, o el departamento …) y su técnico o técnicos responsables entrarán en un círculo de prestigio desde el que se irán retroalimentando unos a otros. Todo debe ser aceptado para programar y ser programado. El prestigio intelectual viene solo. Por supuesto sobre el pensamiento crítico cuando se pertenece a un círculo tan influyente y considerado. Bauman y su «narcisismo colectivo».
  • Este modelo de gestión maquinaria, de sistema de producción, convierte al gestor en accionista. El rédito de poner en circulación sus productos va más allá del servicio público debido. Pasa pues a ser un simulacro. Como ejemplo más sólido se puede identificar a la innovación, la colaboración y la creatividad como los tres vectores que no deben faltar en ningún catálogo. Es lo que convierte en superprogramación a una programación vulgar. Un simulacro de conciencia, un auténtico ritual de programación.
  • Claro, quién puede estar en contra de esto, quién puede estar en contra de de la innovación, de la creatividad, de la colaboración… El escenario es perfecto si no se profundiza. Si no se bucea por la maquinaria escénica. ¿Puede el consumo superficial de esta trilogía facilitar un lavado de conciencia? La saturación inmuniza. Incapaces de promover una acción profunda que desmantele, se monta y desmonta una superficie que mantiene la maquinaria.
  • La producción/programación en cadena supone tan solo un mínimo entrenamiento.

 

Yo soy porque tú eres, somos porque sois: ubuntu. La comunidad. Lo contrario es la individualidad y representa el principio sobre el que la economía capitalista descansa, la economía sobre la que se genera toda una parafernalia de gestión a menudo mal disimulada. Maximizar la utilidad es el principio que predomina. Todo es dogma y no se puede discutir.

lo homogéneo es inhóspito

Llevo tiempo dando vueltas a un asunto simple, me preocupa si somos conscientes de lo que representamos en esa sociedad que deseamos reconstruir. Si somos conscientes de que podemos ser también ese 1% dentro de ese 99%. Si somos conscientes de que tambien hablamos desde posiciones de privilegio y en ocasiones nada o muy poco inmersas en esa proximidad que reclamamos o que ponemos como principio. Tampoco sé si lo que hacemos parte de la convicción o de la corriente. Si somos de nuevo correa de transmisión. Si estamos encantados de conocernos y por eso predicamos. Y si desde esa posición vamos construyendo el mundo que, desde nuestro particular observatorio nos parece el más necesario, el más lógico, el más justo… Y si hablamos entre nosotros como si no existiese un afuera, o como si ese afuera tuviese la necesidad absoluta de nosotros y de nuestra sabiduría. Si no formamos otro quiosco de intelectualidad creativa. O si esos llamados ecosistemas no son sino estanques… Si no estamos reproduciendo comportamientos que decimos combatir.

Lo que sí es cierto es que existen infinitos mundos dentro de este mundo y me da la sensación de que no somos demasiado conscientes de lo que hay al otro lado de nuestras obsesiones. Mundos de los que no hemos oido hablar ( y a los que no hemos oido hablar) y sin embargo nos sentimos capacitados y con la obligación de salvarlos. Esa es la ciudadanía a la que decimos dirigimos pero desconocemos casi por completo. O por referencias. Es posible que sólo estemos atendiendo a un boceto sin perspectiva.

El caso es que desde todas las tribunas posibles explotamos nuestra idea de innovación en todas sus variantes y la presentamos como la salvación. Así sin más, sin concretar. Volvemos a participar de esos estados letárgicos de comunión, las liturgias en las que nos sentimos protegidos, seguros, fuertes y, de algún modo, elegidos. Una realidad medio tramposa. Voy a repetir cuantas veces sea necesario que es muy fácil dejarnos arrastrar por esa corriente de los discursos salvadores que tan bien encajan en el universo positivo. En esa revolución banal e ingenua que reproduce sin fín todo tipo de eslogan TED. Tengo la sensación de no ver nada nuevo y que si lo es, fantasea con las tecnologías (todo muy obvio desde el arado). Lo demás es para mi un déjà vu, en ocasiones monótono, y genialidades que quedan estupendas para conclusiones, documentos finales y discursos. Ya he dicho que ser moderno es muy sencillo y poco original pero eso no se entiende hasta que ya no te importa nada ser correcto. También ayuda a bajar la cabeza ser consciente de que en algún momento tú mismo has sido moderno.

Hoy la innovación (esa que lleva los apellidos de social, cultural, ciudadana …) ocupa el espacio de las revoluciones y con ello parece que todo se tranquiliza. Me da la sensación de que estos tiempos de innovación permanente (póngase música de Battiato) es un compendio de trampantojos, de sustituciones sin ruptura, de éxtasis pasajero y espumante. Unos arrebatos que en realidad poco tienen de subversivo: al fin y al cabo esto sigue siendo ordenar el flujo aunque de un modo distinto. Sustituir sin transformar. Reformar sin construir. Una especie de autorreferencia que se recrea en si misma. En realidad y al fin toda esa innovación empaquetada no se acerca ni por asomo a esa realidad infinita de «formas paganas» (Leonidas Martin) que no necesitan planes para existir y multiplicarse, para producir realidad sin ser capturadas.

¿No es raro que esto se ofrezca como transformación? Normas que terminan por ser, también, incuestionables y surgidas desde arriba (aunque ese arriba hoy parezca abajo). Reglas elaboradas desde una semejanza de criterios y discursos que resulta francamente inquietante. ¿Todo homogéneo? ¿También lo innovado? Un circulo en el que nada es realmente nuevo sino que lo de siempre se va adaptando. No hay una verdadera ruptura sino una adaptación, en ocasiones tecnológica, en ocasiones terminológica. Y en todo este proceso vamos disolviendo las transformaciones que dejan de ser resistencia, esa que no se conforma con la superficie sino que trabaja desde lo radical. La innovación se ha hecho consumible y aglutina en torno a ella todo lo que «debe ser». Categoriza y normaliza un sistema. Sobre todo porque se construye desde el encantamiento de la participación, algo que parece solucionar esa verticalidad prepotente. Pero ¿quién participa? Existen muchos tipos de sectarismo.

La maquinaria unificadora exige que nos adaptemos lo más posible y bajo esa rúbrica se ponen en marcha diferentes fórmulas para canalizar los deseos. Puede que esos llamados ecosistemas cumplan eficazmente con el objetivo de agrupar y mantener el control (qué manía con llamarlos ecosistemas, qué metáfora más desafortunada y excluyente) a través de una especie de complicidad individual, de una especie de «consentimiento comprometido». Se ponen en marcha los afectos y los deseos para trabajar en un espacio que, aparentemente, camina hacia la transformación. La apropiación de los conceptos y las ilusiones bajo una retórica de transformación social más o menos profunda. Se habla de emancipación y es difícil de rebatir si no se profundiza. Se habla de libertad y de colaboración y de felicidad y de autonomía… Cómo no estar de acuerdo. Cuando todo se olvida, todo es nuevo.

Al final nos encontramos con la «hipertrofia de la innovación» que se acerca más a los objetivos de determinadas élites mientras el resto de la realidad social sigue sin existir. Es muy difícil que los «individuos comunes» participen en estos procesos. Al fin bien puede tratarse de una producción social bajo control. El control de los hallazgos subversivos y su redireccionamiento hacia formas normalizadas de novedad. O también hacia una especie de ocultación mediante la terminología adecuada. La innovación tutelada.

Y entre tanto, la vida de la innovación en/desde/para los asuntos públicos se canaliza desde algún lugar entre la estética y la retórica. Las palabras van anidando entre una multitud que busca inspiración en todo aquello que le permita adornar la realidad con complementos placebo. Es la gestión estampada y en colorines. La innovación se ha convertido en un ejercicio en el que triunfan las tendencias. El maquillaje y Ias sombras negras que aportan intensidad. Una ventaja porque mañana ese maquillaje se limpia y se puede renovar. Genial. Y en todo este entramado ese ejercicio maquillador depende como nunca de la administración pública como esa gran estilista, como esa gran allanadora de caminos. ¿O no ha sido necesaria la implicación activa y entusiasta de la administración pública para difundir y consolidar esas fantasías de economía colaborativa y de la abundancia? Por poner un ejemplo. La innovación no es neutra.

Y no lo es porque nace y se desarrolla desde esas «realidades expertas» que van indicando según interese. La ciudadanía bien puede vivir en «otras realidades». O desearlas. Pero lo cierto es que siempre van a ser canalizadas y adaptadas según esa visión experta, la de quien sabe qué es lo conveniente y por dónde van los futuros. Por ello tenemos una innovación dentro de los límites de lo posible. Algo que reproduce el binomio experto – lego.

Pero no quiero hablar únicamente de los espacios «oficiales» institucionales, existen espacios «alternativos» que ejercen otras formas de canalización de aparente proximidad pero que también mira al resto desde «otro arriba»; como si en «su lugar» se cumplieran todos los requisitos de pureza. Son asuntos que quiza puedan desarrollarse en otro momento pero no me resisto a incluirlos en esta reflexión: ¿Qué se quiere decir con «estar abiertos a la ciudadanía? ¿A qué ciudadanía? Porque hay infinitos tipos de ciudadanía ¿Cuál es el verdadero índice de penetración en esa ciudadanía a la que decimos dirigirnos? ¿No pueden llegar a ser una especie de burocratización tambien ciertos procesos de asamblearismo? ¿No pueden convertirse también esos «espacios comunitarios» en lugares cerrados? No hay que perder de vista que la diversidad siempre está fuera de nosotros y que es muy sencillo caer en la parcialidad.

Ya no sé si la innovación es libre. «Lo homogéneo es inhóspito» diría J. M. Esquirol.

la gestión éxtasis

O la gestión del éxtasis, no sé… Esas libertades repentinas y pasajeras, anecdóticas.

  1. El sujeto-revolucionario/el sujeto-cultural. Más allá de todos estos procesos de gestión /cogestión/ mediación … que están surgiendo como modelos «nuevos» y que representan un gesto arrebatado, todavía nos movernos entre fórmulas que producen un éxtasis transitorio sin fijar un mañana.
  2. Por otra parte, la exigencia estricta de estos modelos supone estar sometidos a una alerta constante a la que sólo pueden acceder quienes tienen una alta predisposición y una alta tolerancia a la tensión. No deja de ser un modelo de organización no apto para las mayorías y por ello, en cierto modo, alejado de la ciudadanía. Ese éxtasis es compartido, de nuevo, por grupos cerrados. Otros grupos, sí, pero menos «comunes» de lo que se pretende.
  3. De ahí que este modelo devenga al fin en pasajero y temporal dada su dificultad de mantenimiento y continuidad. Lo verdaderamente subversivo sería encontrar la fórmula para pasar del éxtasis a lo cotidiano. La revolución verdadera es la del día siguiente.
  4. La emergencia es pues la de alcanzar un sujeto-cultural que no requiera ser gestionado. Una salida a la sobreexplotación de lo cultural a través de la administración de contenidos.
  5. Esta gestión cultural que conocemos, la que se fomenta por instituciones también académicas, es la que acepta el mundo como está y se dedica a administrar lo dado. No hay generación de utopías porque hay que rentabilizar, porque hay que cuadrar las cuentas, porque hay que ser sensatos, porque manda la eficacia y la productividad, porque lo recomienda el canvas… No hay subversión porque nos debemos al orden y a la disciplina de las cuentas de resultados, porque hemos abrazado el emprendimiento creativo, porque hay que alcanzar el mercado, por la industria cultural.
  6. La gestión de la cultura se centra en alcanzar procesos de conformidad a través de la provocación puntual controlada.
  7. Cuando se habla de evaluar, de valorar, de medir… ¿se refieren a la subversión? ¿a qué grado de agitación hemos llegado? ¿al nivel de desorden?…

del fin del trabajo como recurrencia

Hace tiempo, allá por los 80 del siglo pasado, Andre Gorz, entre otros, ya introdujeron sus tesis sobre el fin del proletariado y esa supuesta pérdida de centralidad del tabajo. Desde entonces, con mayor o menor énfasis y desde tribunas más o menos neoliberales, se vuelven a repetir estas tésis sustentadas en una más que recurrente trilogía: la tecnología, la anulación de las barrera trabajo/ocio, y, cómo no, la socorrida economía colaborativa (tecnología del XXI y drerechos del XIX).

La desarticulación de los sistemas productivos y del mercado de trabajo viene acompañada por un discurso absolutamente perverso y elitista que pretende reducir las contradicciones y hacer del trabajo remunerado (empleo) una actividad social menor hasta desligarlo definitivamente de su trascendencia política. Evidentemente la hiperfractalizacción de la sociedad es más que interesante para los objetivos de estas corrientes metacapitalistas que usan a la perfección multitud de productos placebo muy eficaces para la homogeneización de comportamientos y tendencias (emprendimiento, liderazgo, innovación, competencias…) Y por supuesto, todo aquello que forma parte de los entornos tecnologicos en todas sus variantes. Vamos que el análisis del trabajo nada tiene que ver con asuntos vulgares. Ni por supuesto con ese porcentaje de la población, vergonzosamente alto y cada vez más numeroso que está entrando en situaciones de pobreza irreversibles.

En ocasiones quiero pensar que todos estos argumentos no son sino un exceso de optimismo, exagerado e ingenuo, sobre un futuro tecnologizado. Pero me dura poco. Y aunque así fuera, no deja de ser una ingenuidad peligrosa y connivente.

En todo caso, como dice Emir Sader y por aludir a uno de esos tres ejes que sustentan esos argumentos, «No es la tecnología la que echa a los trabajadores, es la lucha de clases; es quien se apropia del desarrollo tecnológico…» Claro que, hablar de clases también está mal visto desde estos «nuevos liberalismos». La enajenación del trabajo en los capitalinos avanzados vienen acompañados de una visión del futuro construido sobre cimientos abstractos y algo vacíos. La cuestión que subyace en todo este argumentario es la adecuación del sustrato socio-político a las necesidades y las condiciones de un capitalismo contemporáneo. Ya no existe un sujeto revolucionario. No existe la clase trabajadora, parece ser… sólo aquella que no se distingue, que no encuentra la frontera entre su dedicación laboral y su vida privada. ¿Puede haber mayor éxito y mejor vendido? Además quien no lo comprende es que es un rancio, un retrógrado, alguien anclado en modelos perdidos y caducos.

Jeremy Rifkin y su «fin del empleo» precisó ya hace tiempo su énfasis en este proceso sin apreciar demasiado cuál sería la correlación final de fuerzas en un entorno en el que SIEMPRE hay una compra de la fuerza de trabajo por parte de quien tiene el poder. Y esa compra puede estar integrada dentro de una estructura más o menos tradicional (fabrica, industria , empresa, institución …) o en esa nueva figura que pretende ser el emprendimiento, o todavía peor, en esa llamada economía colaborativa que va calando desde el apoyo de todo tipo de instituciones. La mercancía sigue siendo la misma de siempre: la mercancía somos todos nosotros, bien sea porque se nos compre directamente como herramienta (intelectual o física), o bien lo hagan de forma indirecta haciéndonos creer que somos libres desde esa canalización obscenade los emprendimientos y las economías colaborativas. En cualquier caso siempre seremos mercancia con fecha de caducidad y sustituible.

Desgracia añadida y que, a mi juicio, todo ese argumentario de la pérdida de centralidad política del trabajo agrava, es que el trabajo mismo es un perfecto «régimen de propiedad» en el que ciertas personas se ven en el derecho de marginar a otras. La exclusión de la actividad laboral por las razones que sean ( entre otras no tecnológicos el envejecimiento es la más despreciable) sigue viendo un arma de control. La actividad laboral (por cuenta propia o ajena, no se olviden los emprendedores) sigue siendo «objeto de comercio mercantil» (Riechmann y Recio) y, por supuesto, algo sujeto a un evidente régimen de propiedad.

No me resisto a abrir otra vía crítica mencionando a Hegel y su «Fenomenología del espíritu» en la que nos habla de la formación de la «conciencia de si mismo» en función de afirmarse como sujeto libre a través del conflicto amo-siervo. Claro que eso ya está superado por esas retóricas de la motivación, la implicación, el reto, el compromiso… que a través de la generación de «competencias» y del mundo coach. Ahora ese conflicto no existe y el «yo saturado» (Gergen) pasa a formar parte de un todo maravilloso en el que nos sentimos hiperrealizados.

Otra cuestión que me viene: si ese discurso de la pérdida de centralidad, del convento del tiempo de ocio, de la superación de fronteras… es cierto ¿ Cuál es la razon por la que la reciente directiva europea permita ampliar la semana laboral hasta las 65 horas? Algo no cuadra. Hablar de un modo tan, disculpen, frívolo, supone una afrenta a todas esas personas excluidas o hiperexplotadas. Además de supone que una enorme masa de población, entre la que yo me encuentro, podemos prescindir del trabajo en una sociedad como la que tenemos. y no me importaría lo más mínimo un cambio radical de modelo. Algo que no vendrá de ningún modo desde esas pretendidos innovaciones que más bien modifican para perpetuar.

Evidentemente la clase obrera ya no cuenta con ese papel que sustentaba el conflicto capitalista. La ofensiva neoliberal ha agudizado la individualización asalariada y ha impulsado la autónoma. Esa ha sido la principal estrategia: convencer de la no centralidad a partir de premisas que han conducido a la pérdida de identidad. Aún así el salario sigue viendo el fundamento para la subsistencia. La falta de crítica en este sentido nos lleva a ir la cintura de una realidad evidente. Aunque, insisto, ni son efectivas las viejas fórmulas, ni son los vinos espacios y tiempos ni, por supuesto, el proletariado es el que conociones.

En todo caso no sé muy bien si estaremos ante ese fin del empleo o ante una superexplotación del trabajo (Sotelo Valencia) en la que, aprovechando las coyunturas de precarización fruto del declive industrial y la globalización financiera especulativa. Los «nuevos modelos de crecimiento» requieren de contextos y argumentarios que apoyen esas tesis estructurales. No deja de ser un nuevo patrón de acumulación del capital. Solo falta observar cómo evoluciona la brecha social, cómo, cada vez, hay mayor distancia entre la riqueza y la pobreza, cómo cada vez más personas se hunden en ese mundo de precariedad. Lo triste es que este patrón de acumulación del capital no podría darse sin la intervención de los Estados y, en una buena parte también, de medios de comunicación y un aparato técnico que multiplica. Esta teoria del «post-industrialismo» no deja de ser un intento de articulación regresiva en la relación capital-trabajo. la normalización de las pérdidas bajo la retórica de los nuevos tiempos. La ruptura unilateral de las reglas del juego. O lo tomas o lo dejas. La institucionalización de la precariedad, la desprotección, la informalidad, la eventualidad… bajo las premisas de lo nuevo.

imaginarios de contragestión (II)

Uno de los artículos de Umberto Eco recogidos en el libro «De la estupidez a la locura» se titula «Cada vidente ve lo que sabe». Casi podría este post reducirse a ese título y que cada quien tomase el camino reflexivo que se le antojase. Yo voy a encauzarlo desde los procesos de esa llamada gestión de la cultura. Y más bien desde esos otros imaginarios que intentan observar desde ópticas alternativas, fuera de las ortodoxias que han construido esta realidad que tenemos. Imaginarios de contragestión, aquellos que buscan y actúan desde sentimientos y emociones sin un reglamento definido, sin seguridades estratégicas, sin directrices, sin demasiada obediencia, con resistencia …

También con la idea de poner en tela de juicio los criterios estructuralistas de esas normativas varias (institucionales o no, emprendedoras, desarrollistas…) que generan esos relatos, esos fetiches que la atan, a veces de forma bienintencionada, al dogmatismo del progreso, como decía Benjamin. O que la pone en la órbita vacía, del capitalismo del conocimiento. En definitiva: la semántica que atrapa.

Abro pues una serie de anotaciones /reflexiones que pretenden evitar una cultura deshabilitada. Iré abriendo imaginarios para pausar en esa contragestión.

# La gestión de la cultura suele consistir en una «cultura dada» ofrecida como un relato cerrado y encerrado en unas normativas de usabilidad y rentabilidad que parten de los mitos de lo correcto, de la calidad, de la rentabilidad y de los modelos de una burguesía y una élite ilustrada que transmite de forma generosa lo que el resto debe conocer, debe aprender y aprehender, debe disfrutar…

# El relato triunfante de los últimos tiempos ha sido el del emprendimiento y las economías creativas. Algo muy rentable para las instituciones (siempre hay mano de obra para tirar de ella) y los bancos (siempre hay quien se hipoteca para alcanzar sus ilusiones de libertad). Algo muy rentable también para determinados gurúes y políticos farsantes.

# El capitalismo creó el concepto de cultura que hoy se gestiona y el neoliberalismo (que también es cultura, recuerden) lo ha colocado en la posición de explotación a través de sus dispositivos institucionales, convertidos en distribuidores y expendedores. La semántica institucional ha consolidado los procesos de canalización. Deshabilita el carácter transformador de la cultura y la devuelve inocua. Sólo se «concede» lo que concuerda con el mercado, lo que puede salir de la invisibilidad a través de altas capacidades de difusión… La cultura se ha convertido en otro canal más del pensamiento dominante.

# Quizá la cultura gestionada haya derivado en una ficción colectiva administrada de forma jerárquica. Cinco cimas de esa jerarquía las componen quien ha alcanzado la posición de poder requerida: por la burocracia institucional, por el encumbramiento mediático, por el éxito profesional, por el posicionamiento en el mercado, por el prestigio académico… Fuera de este pentágono de influencia, las  realidades ex-céntricas se reconocen muy difícilmente|

# A cada acto gestionado y programado le sucede irremediablemente el siguiente aunque sólo sea para cumplir el programa, para continuar con el relato. Es un proceso que sirve para reforzar esa construcción de la realidad que todo poder necesita. La gestión pasa a ser una escenificación, una ordenación de la realidad, una reconstrucción desde lo normalizado, desde lo conocido y jerarquizado.

# La gestión como semántica institucional se convierte así en una canalización de los relatos dominantes y al servicio de la propia institución. Un ordenamiento claro sobre lo que «debe ser». No hay más que ver la homogeneidad de las programaciones y las tendencias.

# Una gestión perfectamente estructurada es una patología. Es el seguimiento de un orden impuesto para caminar por un territorio construido «desde lejos» y desde las ficciones de modernidad que cada cierto tiempo se imponen (colaboración, innovación, creatividad, emprendimiento…). Es ese aglutinante que se necesita para conformar una sociedad sin fisuras. La gestión como pulsión normalizadora.

# La gestión, al final, se reduce a una interpretación jerárquica de lo que es y no es, de lo que conviene, lo que interesa… Según quien la domine, la controle (cualquier élite institucional, económica, académica, financiera …) así serán las dinámicas que se construyan.

La contragestión supone entrar de lleno en las narrativas, en esa construcción que nada tiene que ver con el relato dado. Es un impulso que se concibe desde un entorno de relaciones fuera de las intervenciones pragmáticos. La incertidumbre como espacio, como algo que se inserta les la estructura sobre la que construir. Como señala Alberto Santamaría: » el desequilibrio como forma de acción». Los imaginarios de contragestión son aquellos que esquivan lo predecible. Que se construyen desde la falta de estabilidad y que abordan una contaminación abierta y deslocalizada.

Transformar y minimizar las infraestructuras pesadas y hacer el mayor esfuerzo por traspasar el control. Voy a señalar, sin intención de cerrar, algunos conceptos que pueden completar una especie de constelación conceptual, esa referencia de contragestión que favorece las narrativas ante los relatos.

Conectómica. Una ciudad es de un modo u otro en función de las conexiones que sea capaz de establecer, generar y mantener entre sus habitantes, sus instituciones, sus organizaciones… Contaminación neuronal.

Des-expertización. Olvidar esa división oficial entre quien sabe y quien no. Abandonar la graduación de poderes y traspasar la jerarquía organizacional. Ni existen líderes ni liderados.

Transfuncionalidad. Donde la institución deja de ser el portador de las teorías y la organizadora desde la autoridad.

Situaciónismo. De la programación a la provocación. La facilitación de exploraciones y la construcción de momentos temporales y fortuitos de transformación.

Comunitarismo. Más allá de la colaboración, que puede representar un momento puntual de agrupación de intereses individuales, se trata de provocar espacios y territorios que centren su interés en la construcción de una ciudadanía como soberanía común.

Inmediatismo. La acción sin mediación, minimizando hasta el límite de lo posible la planificación centralizada y la representación institucional. La valoración de la inducción ante la regulación.

Provisionalidad. La lógica nómada como antídoto contra las certezas. La comprensión de la complejidad fractal como método para abarcar las inmensas realidades. Eludir lo permanente.

Ética transware. Los valores, los cuidados, los afectos, las emociones… permanecen por encima. Algo que va más allá de la herramienta y el servicio y favorece el estímulo de las pequeñas utopías.

Voluntad bacteriana. La sencillez del intercambio genético descentralizado, horizontal y promiscuo como referencia y metáfora. Tolerancia a los fallos. Reprogramación según lo recibido. Sin control centralizado. Activismo vírico

Proxicuidad. Dos lógicas complementarias: la proximidad y la ubicuidad. Lo global y lo local interactuando en un entramado que courthuge la multiplicidad.

Relatos y narrativas, gestión y contragestión. La diferencia entre los relatos y las narrativas es, en principio, simple. El relato es ese mercado en el que se ofrece empaquetada y lista para el consumo toda una gama de productos que “necesitamos”. La narrativa nos ofrece un espacio desde el que construir el modelo que entre todas queremos, imaginamos, deseamos. La contragestión es un espacio abierto que nos ofrece la posibilidad del activismo vírico. Trabajar sin un manual de instrucciones. Construir cartografías sobre las que perdernos.

Los imaginarios de contragestión son una huida del relato. Persiguen esas narrativas que refuerzan la creación comunitaria. Reproducen espacios que se convierten en lugares sin miedo, en lugares emocionales desde donde poder imaginar. La contragestión bloquea esa gestión-relato que impide aproximaciones, que reproduce (eso no es inventar futuros) y duplica según la arbitrariedad y habilidad de quién, política, técnica o politécnicamente, está al frente.

La narrativa desde esta contragestión interpela a las totalidades y a las certezas. Sale y abandona los entornos de privilegio y conmina a experimentar y confundirse, a usar las metáforas para construir. Contrarresta la homogeneización. Porque después del relato sólo queda un silencio que espera otro devenir planificado, dado, estático. La retórica de lo conocido. Sin embargo la narrativa es bulliciosa y nómada. Hay una gran diferencia.

En todo caso no es fácil sustraerse a esa tendencia de reproducción de subjetividades. Cuando las narrativas no alcanzan el suficiente grado de independencia (funcional, operativa y discursiva) se convierten en una cadena de transmisión que acaba por reproducir una novedosa forma de disciplina y jerarquía. Eso sí, siempre bajo el discurso de una modernidad comprometida y abierta, de una modernidad brillante. La maquinaria normalizadora vuelve a funcionar aunque desde otra perspectiva. ¿Hasta dónde pueden estos nuevos modelos ser un dispositivo de control actualizado? El poder aprende a usar cadenas de transmisión deslumbrantes e incuestionables.

una cultura molecular y relacional

Debería tocar un análisis de las culturas en relativos (no estoy hablando del relativismo cultural), es decir, desterrar los abusos retóricos que la pretenden salvadora de todas las desdichas humanas. Y lo digo así, sabiendo que va a haber algún chillido, porque es más que fundamental revisar esa literatura oficial que la resalta desde la idea de desarrollo capitalista (algo que solo tiene ojos para la mercantilización de todas las esferas de la vida y de la sociedad) o desde una postura elitista que pretende saber qué es conveniente y si entra dentro de los cánones de la verdad cultural universal (algo que nos alejaría de comprender las condiciones materiales que la hacen posible, necesaria, deseable o practicable) . Es decir, comprender que lo que se entiende por cultura no cabe en esa idea de los bienes y recursos. Y, ya lo dije, ni tampoco en el consumo disfrazado de participación, ni en el candor del derecho, ni en descuido del cuarto pilar. Ni tampoco en la producción de arte e intelectualidad en sus diferentes manifestaciones. Como nos dice Alain Brossat en su más que recomendable El gran hartazgo cultural: “Las opiniones culturales pueblan y amueblan el mundo vivido. Lo completan y lo saturan, pero no lo transforman”

La prosa de la cultura ha encallado en un continuo de obviedades que se convierten en los fetiches sobre los que se construyen los espacios oficiales (al menos hasta ahora y no sabemos si esas islas que van apareciendo no van a ser sino un paréntesis). Podríamos llamarlas “el punto ciego de la cultura” . Valgan como muestra dos documentos bien recientes para sentir ese aroma, con perdón, obsesionado por los lugares comunes (los cito por ser los dos últimos): El Documento Orientador para una Ley de Derechos Culturales en México, que se presentó el pasado 16 de marzo, y aquí, el Plan de Cultura 2020 presentado el 23 de marzo. Dos buenos ejemplos de que esos compendios de generalidades no tienen fronteras. Todo vale para todos los modelos, los epígrafes y los argumentos son los mismos, sólo hay que cambiar determinadas singularidades y ya, listo. Al final la gestión (y su justificación documental) es un espacio de dramatización y de estética que arropa muchos egos.

¿Cuál es la permeabilidad de todo esto? ¿Cómo llega de verdad a la ciudadanía? A esa ciudadanía que no “consume”. ¿O es que está preparado para que sólo sea real la cultura si es consumida? ¿O cómo llega a esas capas que no forman parte de esos grupos tan estupendos que conforman los laboratorios? ¿O cómo se refleja en las vidas comunes? ¿O cómo llega a los márgenes (que no es lo mismo que la marginación)? ¿O sólo es eficaz la que los expertos (seleccionados por esos másteres cada vez más unidireccionales) pueden distribuir? Lo comenté hace tiempo: sólo puede justificarse la gestión si produce interferencias. Si se construye un espacio de contaminación que abandone las promesas de felicidad, esas fantasías empalagosas que tanto gustan al capitalismo emocional. La cultura, la de producto, quieran verlo o no, sólo llega a quien ya tiene pulsión por su consumo. Lo demás es pura alucinación. Hemos conseguido que la cultura sea una prótesis de los discursos normalizadores y de los fetiches del progreso. Y, en realidad, como dice Fernando Castro “el consumo no tiene poética, se trata de una mezcla de desmesura y condenación, de exceso y acumulación […]” Y aún así, con esa pulsión, se hará siempre que sus condiciones económicas sean las mínimas; quien tiene que dedicar todo su esfuerzo y energía a procurarse los mínimos para el sustento es imposible que, como diría Eagleton, tenga tiempo para “componer poemas épicos”. Ni por supuesto para consumirlos.

Lo cierto es que esa cultura “en absoluto” no existe y su argumentación cada vez resulta más vacía, más hipnótica, algo que hace del discurso un nuevo dispositivo que anula lo político. Quién lo produce, quién lo distribuye, quién lo consume… y a la par, la alternativa comunitaria parece que da mucho miedo. Estamos ante una “cultura obediente” que hace lo que le dicen que haga, cuando no ante una “cultura inmunitaria” que vacuna contra la emancipación. Como decía más arriba, no sé cuánto durarán esas islas en las que parece reflotar un modelo reformateado y fuera de impostores e imposturas, el caso es que, en algunos casos se toman como una especie de agresión a la jerarquía política y técnica establecidas, algo que se contempla desde esa lucha por el poder desde la partitocracia local. Atender las culturas desde la construcción ciudadana y comunitaria es trabajar sobre la esencia de esa cohesión que tanto anuncian los papeles. Lo demás es vender humo y especular con el mercado de la precariedad (esas llamadas economías creativas) y con la hiperactividad obsesiva (inflación de la oferta e hipertrofia de programación) al servicio de la marca neoliberal. Y sobre todo asumir lo que se nos ofrece: nos enchufamos a una “programación” como podríamos enchufarnos a la tele, sin responsabilidad y con disponibilidad plena. Puede que en algunos casos, esa gestión, esa programación hipertrofiada sea la obsesión personal por vender la propia identidad del gestor.

Una cultura molecular y relacional. Algo que configure una trama social desde lo que Tiqqun denominaba “zonas opacas y ofensivas”, algo que favorece los procesos para escapar del control. Pero todo esto pasa por encima de esa mecánica de la distribución. Incluso por encima de la cuestión del derecho y de su interés para las conciencias. La cultura como un bar cutre que hace tiempo que reclamo es esa que se desarrolla sin ninguna clase de complejo.

Ya no deseo esa cultura correcta que se trabaja desde los argumentos emprendedores. O desde esa nueva ola de la innovación, un placebo que se ha especializado en clonar iniciativas y convertir nuevas mercancías en necesidades absolutas (los fabulosos ecosistemas). El capitalismo tiene que renovarse para sobrevivir y el sueño de la producción continuada no puede pararse (me vendo y transmito mis logros a través de mi programación, de mi gestión). La estética de la obviedad vive perfectamente y se reproduce desde estos espacios/discursos de innovación. Se trata de la “cultura xerox” hipermultiplicada en circuitos cerrados gracias a la habilidad para comunicar y vestir ocurrencias.

Y reclamar también las culturas múltiples (tampoco me refiero a la multiculturalidad) que consideran que la cultura no es un conjunto unitario sino que la complementariedad y la interrelación activa todos los componentes sirve para generar un espacio de socialización, de conocimiento critico, de empatías, de acogidas, de cuidados. La consideración integral de estas molecularidades que construyen lo necesario para romper la homogeneidad de esa gestión que parte de las propuestas que garantizan la venta o la participación.

La cultura invertida o esa que no se genera desde la direccionalidad del experto ni del emprendizaje. La cultura por cuenta propia en formato comunidad, en formato comunitario. El gestor ignorante que no transmite. La interferencia como modelo para descomponer la estructura vertical. Porque la gestión adiestra. Y no se trata de transferir sino de provocar y sobre todo de facilitar los fundamentos. Raymond Williams, en su Cultura y Sociedad, nos decía: “tenemos que planificar lo que pueda planificarse, de acuerdo con nuestra decisión colectiva. Pero la idea de cultura nos recuerda correctamente que la cultura es esencialmente implanificable. Hemos de garantizar los medios para la vida, y los medios para la comunidad. Pero no podemos saber ni decidir qué se va a vivir con esos medios

Sólo produciendo cortociucuitos es posible restaurarla.

cartografía de las culturas

No sé si me parece digno de mucho elogio (más allá de lo que supone no enmohecerse) eso de ir acorde con los tiempos, con sus lenguajes, con sus gestos, con sus discursos… Puede incluso que en ello exista algo de gregario, de monótono y, en ocasiones, de rendición y acatamiento. Incluso es posible que se logre ocultar alguna dosis de mediocridad. Puede que tenga también algo que ver con esa necesidad de integración en un determinado grupo o categoría. O de reconocimiento. Y, en esta sociedad mercantilizada, evidentemente mucho que ver con vender y venderse. En todo caso ser moderno me parece de lo más corriente; y fácil. Por eso mismo, también puede que sea una paranoia mía, todos estos discursos que anuncian revoluciones (las cuartas ahora) y futuros de paraísos abundantes, superconectados y colaborativos, suelen construirse desde lo básico además de adolecer de un andamiaje rudimentario. Con cortas fechas de caducidad.

Siento que la cultura (la oficial) también se ha construido (salvo excepciones que se han ignorado y/o menospreciado cuando no intentado anular) con estos mimbres de modernidad, de la modernidad que en cada momento tocaba. En la más reciente se argumentó y dignificó desde el lenguaje fabricado para el rendimiento y ahora toca el de la innovación. Pero como bien sabemos detrás de la modernidad suele haber mucha pose y tras esa retórica de la innovación siento que se oculta una ficción que resta fuerzas e impide afrontar transformaciones “fuera de normativa”. Mutaciones que están al margen de la disciplina, de la estrategia, de las directrices, es decir, la normalización innovacional… en definitiva, escenografías que se encargan de moldear bien el discurso para no ofender, ajustándose a las exigencias de los innumerables laboratorios que van apareciendo cada día. La absorción, de nuevo, de la rebeldía. Muy eficaz: se ha conseguido una innovación inmunitaria que, por cierto, no solo existe en este ámbito de la cultura. Todo muy reconfortante siempre que no se alteren las reglas, o no demasiado; que todo sea «un parecer». En definitiva, una cultura tutelada y a ser posible moderna. Desde el dispositivo, por supuesto.

Pero esta retórica de la cultura no cuestiona el statu quo y termina generando lugares comunes que se repiten hasta la saciedad. Lugares vacíos y “significantes flotantes” que se usan para construir hegemonías. La reproducción capitalista (y el negocio de los egos) necesita de estos fetiches. Campos unificados de conciencia, como diría Antolín Rato, que tratan de canalizar el pensamiento abstracto y apaciguar la deriva contestataria jugando a la revolución. Pero el mensaje es el que construye y parece que estamos inventándolo todo de nuevo. Como digo, ahora la cultura también penetra en esos laboratorios de innovación social y/o ciudadana (aquí también hay sus diferencias y defensores) y nos descubre un modelo de actuar que “parte de la ciudadanía para la ciudadanía”. Vaya… No se nos había ocurrido antes… Sin embargo, con un poco de atención bien se puede observar que esa ciudadanía sigue tamizada y, en demasiadas ocasiones, tan limitada (y sesgada) como lo ha sido siempre. Si acaso lo que contemplamos es una normalización con diferentes decorados. Esos sí, las misas (los ritos) de innovación se multiplican y se abren a creyentes y parroquianos fieles. Un club. No hay nuevos relatos sino adaptación de las narraciones.

Miren su entorno y pregúntense qué está haciendo esa cultura-motor-de-desarrollo que no sea vagar en una constante autorreferencia. En una circularidad que navega sin descanso ni salida sobre tópicos monótonos (no voy a nombrar ni uno solo porque me cansa sobremanera y de sobra se leen en todos esos documentos orientadores y estratégicos). Cuando «la cultura» deje de hablar de si misma como fundamento será cuando, posiblemente, se alcance un estado de normalidad que permita alcanzar esencias. De momento la cultura tomada como hoy se hace no es más importante ni más decisiva que la mecánica del automóvil. Con perdón. Todo se convierte en autofinalidad.

Quizá podríamos acoger para nosotros esa idea de Iván Illich y adaptar su «sociedad desescolarizada” hablando de una “cultura desinstitucionalizada”. Y un poco más allá, ya que estamos, de la idea de «maestro ignorante» para aplicarla al mundo de la gestión (no solo de cultura, por cierto) y hablar del “gestor ignorante”. En definitiva, comprender que la cultura está más fuera que dentro y que no la podemos pensar como un entramado construido sino como un sistema no finalizado.

Ocupar márgenes y grietas es tan necesario como siempre para abarcar la «realidad real”. ¿Podemos hablar de una cultura radical? Sí. De raíz, esencial. Si la cultura se ha enfocado desde los criterios de consumo (eso que algunas personas bienintencionadas llamaban participación), desde la trampa neoliberal del desarrollo, desde el candor del derecho, y desde la vaguedad del «cuarto pilar», es necesario retomar (y digo conscientemente retomar porque, aunque se haya olvidado que ha existido y ha sido el pilar para la reconstrucción social después de la dictadura, o haya quienes lo descubran ahora, nada de nuevo tiene: otro signo de esa modernización que ignora y relega) la construcción comunitaria y la contaminación emocional. Un modelo que admite interferencias y facilita navegar fuera de esos esquemas estructuralistas y apropiativos que nos han perseguido.

Culturas exploratorias / Culturas desenfocadas / Culturas inexpertas / Culturas efervescentes / Culturas para la construcción / Culturas colectivas / Culturas para desaprender / Culturas para apreHender / Culturas desde los límites / Culturas radicales / Culturas para desubicarte / Culturas para la deriva / Culturas interrogativas / Culturas para las situaciones / Culturas conectivas / Culturas cívicas / Culturas tímidas / Culturas como emergencia / Culturas de los cuidados/ Culturas como acogida / Culturas como huida

Esta es la cartografía por donde navegará #HipótesisCultura con el sueño puesto en el tiempo de las cerezas. El proyecto es una continuación de los anteriores: EspacioRizoma y Yanotengoprisa.